miércoles, 30 de junio de 2010

(...) -Y entonces..Qué pasó con la Ilusión?..
-eh? De que me hablas?
-De eso boluda, que paso con la Ilusión?
-(...) Callate! y estudia!

domingo, 20 de junio de 2010

Otros tiempos, otras letras...

-Hablemos de Muchacha...

-Bueno.

-La Muchacha de la canción era Cristina Bustamante...


-Mi primer gran amor. Ella vivía en el mismo edificio de Emilio y por eso lo conocía de vista. A veces se juntaban los fines de semana a charlar en la puerta, pero sin pasar a ser más que conocidos. Pero una vez nos quedamos solos en la casa de Emilio, porque sus padres habían viajado, y entonces invitamos a las chicas a tomar algo, a bailar, una especie de asalto. Y ahí, por primera vez, me sentí enamorado. En realidad ya me había enamorado varias veces pero siempre habían sido amores imposibles de realizar por diferencia de edad, no sé, me enamoraba de las maestras, de las pibas más grandes y después no pasaba nada, obviamente. Yo era un inepto absoluto en ese momento. Y bueno, todos esos pequeños amores desembocaron en un gran amor que fue el de esta muchacha ojos de papel, que fue un amor correspondido. Porque también ella me quiso mucho. Fue mi primer amor, mi primer gran amor, inolvidable amor. Y me inspiró una canción.


-¿Vos tenías idea que el tema fuera a golpear tanto en la gente?


-No, porque nada de lo que uno hiciera en ese momento podía tomarse para especular en eso. Pero la canción emocionaba al que la escuchaba, pasaba eso y punto. Y cuando la estrenamos en el Coliseo, fue tan rotundo el éxito de la canción que yo mismo lloraba, no lo podía creer. Aparte, el día que la estrené, por motivo de una rencilla que habíamos tenido, en la mitad de la canción ella se retiró del Coliseo. Yo cantaba la canción y la veía que se iba por el pasillo hacia el fondo. Ese tipo de cosas bien de pubertad, de 18 años. Amor.

-No debe haber mejor halago para una mujer que su amado le dedique una canción. Y tratándose de una canción como Muchacha, no me es difícil imaginar cómo se habrá sentido Cristina...


-Es cierto. Se dio vuelta. Aparte, ella la conocía de antes, yo se la había cantado para ella en forma personal. Pero cuando le arreglamos todos los coros y la estrenamos en vivos, fue tremenda la emoción que sentí. Imborrable. Yo lloraba arriba del escenario, porque sentí que toda la gente se conmocionaba con eso. Al instante. Después vino el éxito. Sentí que la canción traspasaba la gente, lo mismo que cuando estrené Plegaria o Figuración, Muchacha traspasaba la gente. Con Almendra me cansé de ver chicos y chicas llorando, de emoción o de felicidad.

-Después de aquella pelea y del Coliseo, el romance siguió.


-Sí, termina en el Blues de Cris: "Sus ojos al final olvidaré". El romance se fue deteriorando y tuve que tomar una determinación importantísima en mi vida, porque todas esas pasiones son muy intensas, y si bien uno tiene la adicción de amar, también tiene una cruz tremenda en soportar los embates de todas esas pasiones. Sobre todo cuando es muy joven y no tiene la cabeza tan fría, uno es poseído por eso y posee, y eso trae dolor cuando se desposee y se quitan los ropajes, se caen los roles y quedan los individuos solos frente a frente. Es el momento culminante para todo ser humano. Y para mí, el Blues de Cris fue como una auto-declaración de cambio de rumbo. Me fijé olvidar esa mirada, olvidar todo lo que me unía a ella, que en parte había sido, en ese último tiempo, muy doloroso. Y me dispuse a emprender otra vida, descubriendo otras mujeres, otros amores.


-¿Cristina te reprochó alguna vez que esa canción que vos le habías regalado, de golpe la hicieras pública y así permitieras que todo el mundo se adueñara de ella?


-No. Jamás me reprochó tal cosa. Al contrario, era feliz de que yo obtuviera un éxito a través de eso. Pero en general no quería que yo dijera que se trataba de ella.

jueves, 17 de junio de 2010

Entrada no para cualquiera.No para cualquiera. Solo para locos.

Te pienso con tal intensidad cada vez que este fragmento vuelve a mi cabeza

(...)-Tú lo sabes todo, Armanda -exclamé asombrado-. Es exactamente tal como estás diciendo. Y, sin embargo, tú eres tan completa y absolutamente diferente a mí... Eres mi polo opuesto; tienes todo lo que a mí me falta.

-Así te lo parece -dijo lacónicamente-, y eso es bueno.

Y ahora cruzó por su rostro, que en efecto me era como un espejo mágico, una densa nube de seriedad; de pronto toda esta cara no expresaba ya sino circunspección y sentido trágico, sin fondo, como si mirara de los ojos vacíos de una máscara.

Lentamente, cual si fuesen saliendo a la fuerza las palabras, dijo:

-Tú, no olvides lo que me has dicho. Has dicho que yo te mande, que para ti sería una alegría obedecer todas mis órdenes. No lo olvides. Has de saber, pequeño Harry, que lo mismo que a ti te pasa conmigo, que mi cara te da respuesta, que algo dentro de mí sale a tu encuentro y te inspira confianza, exactamente lo mismo me pasa también a mí contigo. Cuando el otro día te vi entrar en el «Águila Negra», tan cansado y ausente y ya casi fuera de este mundo, entonces presentí al punto: éste ha de obedecerme, éste se consume porque yo le dé órdenes. Y he de hacerlo. Por eso te hablé y por eso nos hemos hecho amigos.

De este modo habló ella, llena de grave seriedad, bajo una fuerte presión del alma, hasta el punto de que yo no podía seguirla y traté de tranquilizarla y de desviaría. Ella se desentendió con una contracción de las cejas, me miró imperativa y continuó con una voz de entera frialdad:

-Has de cumplir tu palabra, amigo, o ha de pesarte. Recibirás muchas órdenes mías y las acatarás, órdenes deliciosas, órdenes agradables, te será un placer obedecerías. Y al final habrás de cumplir mi última orden también, Harry.

-La cumpliré -dije medio inconsciente-. ¿Cuál habrá de ser tu última orden para mí? - Sin embargo, yo la presentía ya, sabe Dios por qué.

Ella se estremeció como bajo los efectos de un ligero escalofrío y parecía que lentamente despertaba de su letargo. Sus ojos no se apartaban de mí. De pronto se puso aún más sombría.

-Sería prudente en mí no decírtelo. Pero no quiero ser prudente, Harry, esta vez no.

Quiero precisamente todo lo contrario. Atiende, escucha. Lo oirás, lo olvidarás otra vez, te reirás de ello, te hará llorar. Atiende, pequeño. Voy a jugar contigo a vida o muerte, hermanito, y quiero enseñarte mis cartas boca arriba antes de que empecemos a jugar.

¡Qué hermosa era su cara, qué supraterrena, cuando decía esto! En los ojos flotaba serena y fría una tristeza de hielo, estos ojos parecían haber sufrido ya todo el dolor imaginable y haber dicho amén a todo. La boca hablaba con dificultad y como impedida, algo así como se habla cuando a uno le ha paralizado la cara un frío terrible. Pero entre los labios, en las comisuras de la boca, en el jugueteo de la punta de la lengua, que sólo rara vez se hacía visible, no fluía, en contraposición con la mirada y con la voz, más que dulce y juguetona sensualidad, íntimo afán de placer. En la frente callada y serena pendía un corto bucle, de allí, de ese rincón de la frente con el bucle irradiaba de cuando en cuando como hálito de vida aquella ola de parecido a un muchacho, de magia hermafrodita. Lleno de angustia estaba escuchándola, y, sin embargo, como aturdido, como presente sólo a medias.

-Yo te gusto -continuó ella-, por el motivo que ya te he dicho:

he roto tu soledad, te he recogido precisamente ante la puerta del infierno y te he despertado de nuevo. Pero quiero de ti más, mucho más. Quiero hacer que te enamores de mí. No, no me contradigas, déjame hablar. Te gusto mucho, de eso me doy cuenta, y tú me estás agradecido, pero enamorado de mí no lo estás. Yo voy a hacer que lo estés, esto pertenece a mi profesión; como que vivo de eso, de poder hacer que los hombres se enamoren de mí, Pero entérate bien: no hago esto porque te encuentre francamente encantador. No estoy enamorada de ti, Harry, tan poco enamorada como tú de mí. Pero te necesito, como tú me necesitas. Tú me necesitas actualmente, de momento, porque estás desesperado y te hace falta un impulso que te eche al agua y te vuelva a reanimar. Me necesitas para aprender a bailar, para aprender a reír, para aprender a vivir. Yo, en cambio, también te necesito a ti, no hoy, más adelante, para algo muy importante y hermoso. Te daré mi última orden cuando estés enamorado de mí, y tú obedecerás, y ello será bueno para ti y para mí.

Levantó un poco en la copa una de las orquídeas de color violeta oscuro, con sus fibras verdosas; inclinó su rostro un momento sobre ella y estuvo mirando fijamente la flor.

-No te ha de ser cosa fácil, pero lo harás. Cumplirás mi mandato y me matarás. Esto es todo. No preguntes nada.

Con los ojos fijos aún en la orquídea, se quedó callada, su rostro perdió la violencia.

Como un capullo que se abre, fue libertándose de la tensión y el peso, y de pronto se pintó en sus labios una sonrisa encantadora, en tanto que los ojos aún continuaron un momento inmóviles y fascinados. Luego sacudió la cabeza con el pequeño mechón varonil, bebió un trago de agua, volvió a darse cuenta de pronto de que estábamos comiendo y cayó con alegre apetito sobre los manjares.

Yo había escuchado con toda claridad palabra a palabra su siniestro discurso, llegando hasta a adivinar su «última orden», antes de que ella la expresara, y ya no me asustó con él «me matarás». Todo lo que iba diciendo me sonaba convincente y fatal, lo aceptaba y no me defendía contra ello, y sin embargo, a pesar de la terrible severidad con que había hablado, era para mí todo sin verdadera realidad ni para tomarlo en serio.

Una parte de mi alma aspiraba sus palabras y las creía, otra parte de mi alma asentía bondadosa y comprendiendo que esta Armanda tan inteligente, sana y segura, tenía por lo visto también sus fantasías y sus estados crepusculares. Apenas hubo resonado su última palabra, se extendió por toda la escena un velo de irrealidad y de ineficiencia.

De todos modos, yo no podía dar el salto a lo probable y real con la misma ligereza equilibrista que Armanda.

-¿De manera que un día he de matarte? -pregunté, soñando en voz baja, mientras ella volvía a su risa y trinchaba con afán su ración de ave.

-Naturalmente -asintió ella, como de paso-; basta ya de eso; es hora de comer.

Harry, sé amable y pídeme todavía un poco de ensalada. ¿Tú no tienes apetito? Voy creyendo que has de empezar por aprender todo lo que en los demás hombres se sobreentiende por sí mismo, hasta la alegría de comer. Mira, pues, esto es un muslito de pato, y cuando uno desprende del hueso la magnífica carne blanca, entonces es una delicia, y uno se siente tan lleno de apetito, de expectación y de gratitud como un enamorado cuando ayuda a su amada por primera vez a quitarse el corpiño. ¿Me has entendido? ¿No? eres un borrego. Atiende, voy a darte un trocito de este bello muslo de pato, ya verás. Así, ¡Abre la boca! ¡Qué estúpido eres! Pues no ha tenido que mirar a hurtadillas a los demás comensales, para comprobar que no lo ven coger un bocado de mi tenedor! No tengas cuidado, tú, hijo perdido, no te pondré en evidencia. Pero si para divertirte necesitas el permiso de los demás, entonces eres verdaderamente un pobre diablo.(...)

Hasta una inteligencia mediana adquiere madurez si ha andado correteando un par de siglos.